X Premios literarios Constantí 2016
Relatos de amor
Noviembre 2016
El tren entró
en la estación del que fuera mi pueblo durante un cuarto de siglo, con el
retraso que recordaba habitual, aunque con tres horas y media de antelación a
mi cita. Me había marchado, después de licenciarme en Derecho, para cursar un
máster en el extranjero de un año de duración; una cosa me llevó a la otra y
pasaron diez. Ya me había hecho a la idea de no volver nunca jamás a mi pasado,
pero dos lustros después me vi obligado a regresar. Y todo había cambiado.
Me apeé del
tren y, nada más pisar el andén, noté la baja temperatura de aquella húmeda
mañana de otoño que me transportó al mundo que había abandonado tiempo atrás,
resuelto a no regresar y con la esperanza de olvidarlo para siempre. Tras la
niebla, divisé la vieja estación de ferrocarril: la habían pintado de un color
rojo vivo y substituido las viejas taquillas por máquinas de última tecnología.
Todo ello le daba un aire frio y despersonalizado, pero seguía siendo el mismo
edificio que había sido testigo de mis viajes de ida y vuelta a la facultad y,
finalmente, del último día en que abandoné el lugar: el día que me despedí y
dejé a Carla en el andén, con los ojos empañados y la esperanza de volvernos a
ver, cosa que no ocurriría hasta aquel día, diez años después.
Como llegué
con tiempo suficiente, me dispuse a hacer el camino a pie hasta el centro, a
pesar de que el cielo estaba encapotado. Mientras paseaba, intenté detectar
cómo habían cambiado los edificios y los negocios que albergaban. Algunas casas
antiguas de planta baja y piso habían dejado paso a algún edificio más alto,
nada importante, pero todos los negocios habían cambiado. Las marcas de las
grandes cadenas internacionales habían substituido a los comercios
tradicionales y locales. Tan sólo quedaban dos: la farmacia y el estanco.
Recordé y reconocí dónde había estado ubicado cada establecimiento: el colmado
en el que quedaba con mis amigos antes de ir a clase, el bar donde quedábamos
al salir, las tiendas donde comprábamos la ropa de moda y mi panadería
favorita. Sentí el olor a pan recién horneado y me transporté al pasado. Se me
hacía un nudo en la garganta y se me saltaban las lágrimas a cada recuerdo.
Estaba comprendiendo el verdadero significado de la nostalgia.
Pasé
por el parque, a medio camino del centro, y volví a recordar a mi primer y
único amor, así como el primer y último beso que nos dimos, después de tantos
años de relación, desde chiquillos. Me había marchado hacía diez años,
abandonando familia, amigos y a mi gran amor. Dos lustros después me
reencontraría con todos ellos. Pero aun quedaban dos horas, dos horas para
armarme de valor.
Continué
caminando por la Calle Mayor, que ahora, como todo el centro, era peatonal, y
llegué a la Plaza del Ayuntamiento. Allí parecía haberse detenido el tiempo;
allí seguían los mismos edificios y el mismo monumento central, perfectamente
conservados. Y allí seguía el Casino: cafetería, restaurante y bar de copas, en
el que desde adolescente y hasta los veinticinco años había desayunado, comido
y emborrachado. Decidí entrar, me dirigí a la barra y pedí un café-cortado.
—¿Un
cortado y un dónut? —me preguntó el camarero, que sin duda me había reconocido
y recordaba que un cortado, un donut y un cigarrillo eran mi desayuno
preferido. Pero ya no se podía fumar en el interior del Casino; algunas cosas
ya nunca serían como antaño.
Diez
años después, el que fuera mi rival había perdido el pelo, había engordado
veinte quilos y se había dejado barba; aún así, yo también lo reconocí. Aquel
camarero había sido testigo de casi todas mis citas con Carla, y había
intentado levantármela a cada altibajo de nuestra relación.
—Te
veo igual, David —mentí con una sonrisa, producto, más que de la alegría, de
los nervios. Nos dimos la mano: nuestra rivalidad había finalizado, ya no había
motivo para mantenerla.
Él también
mintió al decirme que yo tampoco había cambiado. Aunque yo me sentía
físicamente igual que hacía diez años, el tiempo no había pasado sin dejar su
rastro; y aunque me negara a reconocerlo, ante el espejo era consciente de lo
canoso que se me había vuelto el pelo y, si me acercaba lo suficiente, podía
verme las arrugas. Me pregunté qué pensaría Carla de mi aspecto y se me aceleró
el latido del corazón.
No
reconocí a nadie más en el bar, los «habituales» habían dejado de serlo una
década después. Intenté entablar algún tipo de conversación con David, pero no
se me ocurrió nada oportuno; de hecho, me sentía un poco cohibido al pensar que
me debía ver como el traidor que se marchó para encontrar una vida mejor, como
si me hubiera avergonzado de todo el pueblo,
mientras él había pasado el tiempo en el mismo sitio, simplemente
envejeciendo; el traidor que abandonó a su chica, pero no cerró la puerta lo
suficiente para que rehiciera su vida con aquel camarero. Hice ademán de pagar,
pero David gesticuló un «alto» con la mano y un «no» con la cabeza, entendí que
pagaba la casa: por los viejos tiempos.
—Nos
vemos ahora —me dijo, y entendí que él también asistiría al funeral.
Me
dirigí hacia el único edificio que había estado evitando en mi paseo: la
iglesia. Cuando divisé el campanario a lo lejos, me empezaron a temblar las
rodillas. Tuve que parar a sentarme en un banco. Hacía años que no fumaba, pero
aquel día se había convertido en el día de las excepciones. Así que me dirigí
al estanco, compre una cajetilla de Camel, pedí fuego a alguien que me pareció
conocido, aunque no llegué a ponerle nombre, y me fumé un cigarrillo. La primera
calada se me atragantó y me sentí mareado, pero a la segunda, aquel olor me
trasportó a mi juventud y me trajo más recuerdos. Sentía como si me
estrangularan el cuello y las lágrimas me corrían por las mejillas. Me ruborizó
la idea de que alguien conocido me viera. Encendí el segundo cigarrillo, reuní
el ánimo necesario y me dirigí hacia la iglesia.
Vi a varios
grupos de personas reunidos ante la puerta. No sabía si dirigirme hacia alguno
en concreto o esperar un poco apartado, entonces Sergio llamó mi atención.
—Gracias
por avisarme —le dije mientras nos dábamos un abrazo. Sergio todavía ostentaba
la categoría de “mi mejor amigo”, a pesar de que nos habíamos visto solo una o
dos veces en tantos años. Tuvo el detalle de llamarme para darme la peor de las
noticias. Pronto se unieron el resto de la pandilla, no faltaba ninguno,
excepto Carla.
Se hizo el
silencio, se detuvo el tiempo, nos inundó una gran pena, nos miramos con
complicidad, empezamos a llorar, nos abrazamos en un inútil intento de
consolación y juntos entramos en la iglesia, para esperar a Carla.
El
recorrido del féretro hasta el altar se me hizo eterno. Pasaron muchos
recuerdos por mi cabeza. Aunque, por un sentimiento de culpabilidad, solo me
detuve en los momentos en los que pensé que había decepcionado a Carla;
especialmente en el día que me marché y la abandoné. Tardé diez años en
reencontrarme con mi primer amor, pero fue para darle un último adiós.
Al
finalizar la ceremonia, me dispuse a dar el pésame a los familiares de Carla.
La verdad es que yo lo sentía tanto como ellos, también había sido mi niña,
aunque la abandonara sin saber muy bien el porqué. Me abracé a su madre y
estuvimos llorando un buen rato, comprendí que ella también sentía mi dolor. Me
dijo que no me sintiera culpable y me entregó un papel con el usuario y
password de una cuenta de e-mail donde Carla me había estado dirigiendo
mensajes de forma ficticia. «El último deseo de Carla», me dijo al
entregármelo.
En
el viaje de regreso, abrí el portátil y tecleé la dirección que me había dado
su madre: teesperaresiempre@gmail.com. Carla había escrito un mensaje cada
semana, a modo de diario. Se había perdido los últimos diez años de mi vida,
pero me regaló los diez de la suya, en forma de relatos; y el último rezaba
así:
Mi niño,
Te he recordado, echado de menos y seguido
amando, durante todos estos años. Te he esperado hasta el último día, y te
hubiera seguido esperando si esta terrible enfermedad no me hubiera ganado la
batalla. Nunca perdí la esperanza de que volvieras a buscarme y ahora tengo el
convencimiento de que el destino nos reencontrará en otra parte. Sería injusto
que, después de tanto tiempo esperando, no llegara el momento de volver a
verte, abrazarte y besarte. Allí te esperaré, ya sin prisa y sin tanta angustia,
porque allí, cuando nos volvamos a encontrar, será para siempre.
Te quiero
Carla
Había llegado
al alba y me marché con el ocaso, pero he regresado año tras año, por nuestro
aniversario, para depositar en su sepulcro diez rosas, una por cada año que
estuvimos separados. Ya falta menos para nuestro reencuentro.