lunes, 16 de octubre de 2017

REENCUENTRO

X Premios literarios Constantí 2016

Relatos de amor

Noviembre 2016


El tren entró en la estación del que fuera mi pueblo durante un cuarto de siglo, con el retraso que recordaba habitual, aunque con tres horas y media de antelación a mi cita. Me había marchado, después de licenciarme en Derecho, para cursar un máster en el extranjero de un año de duración; una cosa me llevó a la otra y pasaron diez. Ya me había hecho a la idea de no volver nunca jamás a mi pasado, pero dos lustros después me vi obligado a regresar. Y todo había cambiado.
Me apeé del tren y, nada más pisar el andén, noté la baja temperatura de aquella húmeda mañana de otoño que me transportó al mundo que había abandonado tiempo atrás, resuelto a no regresar y con la esperanza de olvidarlo para siempre. Tras la niebla, divisé la vieja estación de ferrocarril: la habían pintado de un color rojo vivo y substituido las viejas taquillas por máquinas de última tecnología. Todo ello le daba un aire frio y despersonalizado, pero seguía siendo el mismo edificio que había sido testigo de mis viajes de ida y vuelta a la facultad y, finalmente, del último día en que abandoné el lugar: el día que me despedí y dejé a Carla en el andén, con los ojos empañados y la esperanza de volvernos a ver, cosa que no ocurriría hasta aquel día, diez años después.
Como llegué con tiempo suficiente, me dispuse a hacer el camino a pie hasta el centro, a pesar de que el cielo estaba encapotado. Mientras paseaba, intenté detectar cómo habían cambiado los edificios y los negocios que albergaban. Algunas casas antiguas de planta baja y piso habían dejado paso a algún edificio más alto, nada importante, pero todos los negocios habían cambiado. Las marcas de las grandes cadenas internacionales habían substituido a los comercios tradicionales y locales. Tan sólo quedaban dos: la farmacia y el estanco. Recordé y reconocí dónde había estado ubicado cada establecimiento: el colmado en el que quedaba con mis amigos antes de ir a clase, el bar donde quedábamos al salir, las tiendas donde comprábamos la ropa de moda y mi panadería favorita. Sentí el olor a pan recién horneado y me transporté al pasado. Se me hacía un nudo en la garganta y se me saltaban las lágrimas a cada recuerdo. Estaba comprendiendo el verdadero significado de la nostalgia.
Pasé por el parque, a medio camino del centro, y volví a recordar a mi primer y único amor, así como el primer y último beso que nos dimos, después de tantos años de relación, desde chiquillos. Me había marchado hacía diez años, abandonando familia, amigos y a mi gran amor. Dos lustros después me reencontraría con todos ellos. Pero aun quedaban dos horas, dos horas para armarme de valor.
Continué caminando por la Calle Mayor, que ahora, como todo el centro, era peatonal, y llegué a la Plaza del Ayuntamiento. Allí parecía haberse detenido el tiempo; allí seguían los mismos edificios y el mismo monumento central, perfectamente conservados. Y allí seguía el Casino: cafetería, restaurante y bar de copas, en el que desde adolescente y hasta los veinticinco años había desayunado, comido y emborrachado. Decidí entrar, me dirigí a la barra y pedí un café-cortado.
—¿Un cortado y un dónut? —me preguntó el camarero, que sin duda me había reconocido y recordaba que un cortado, un donut y un cigarrillo eran mi desayuno preferido. Pero ya no se podía fumar en el interior del Casino; algunas cosas ya nunca serían como antaño.
Diez años después, el que fuera mi rival había perdido el pelo, había engordado veinte quilos y se había dejado barba; aún así, yo también lo reconocí. Aquel camarero había sido testigo de casi todas mis citas con Carla, y había intentado levantármela a cada altibajo de nuestra relación.
—Te veo igual, David —mentí con una sonrisa, producto, más que de la alegría, de los nervios. Nos dimos la mano: nuestra rivalidad había finalizado, ya no había motivo para mantenerla.
Él también mintió al decirme que yo tampoco había cambiado. Aunque yo me sentía físicamente igual que hacía diez años, el tiempo no había pasado sin dejar su rastro; y aunque me negara a reconocerlo, ante el espejo era consciente de lo canoso que se me había vuelto el pelo y, si me acercaba lo suficiente, podía verme las arrugas. Me pregunté qué pensaría Carla de mi aspecto y se me aceleró el latido del corazón.
No reconocí a nadie más en el bar, los «habituales» habían dejado de serlo una década después. Intenté entablar algún tipo de conversación con David, pero no se me ocurrió nada oportuno; de hecho, me sentía un poco cohibido al pensar que me debía ver como el traidor que se marchó para encontrar una vida mejor, como si me hubiera avergonzado de todo el pueblo,  mientras él había pasado el tiempo en el mismo sitio, simplemente envejeciendo; el traidor que abandonó a su chica, pero no cerró la puerta lo suficiente para que rehiciera su vida con aquel camarero. Hice ademán de pagar, pero David gesticuló un «alto» con la mano y un «no» con la cabeza, entendí que pagaba la casa: por los viejos tiempos.
—Nos vemos ahora —me dijo, y entendí que él también asistiría al funeral.
Me dirigí hacia el único edificio que había estado evitando en mi paseo: la iglesia. Cuando divisé el campanario a lo lejos, me empezaron a temblar las rodillas. Tuve que parar a sentarme en un banco. Hacía años que no fumaba, pero aquel día se había convertido en el día de las excepciones. Así que me dirigí al estanco, compre una cajetilla de Camel, pedí fuego a alguien que me pareció conocido, aunque no llegué a ponerle nombre, y me fumé un cigarrillo. La primera calada se me atragantó y me sentí mareado, pero a la segunda, aquel olor me trasportó a mi juventud y me trajo más recuerdos. Sentía como si me estrangularan el cuello y las lágrimas me corrían por las mejillas. Me ruborizó la idea de que alguien conocido me viera. Encendí el segundo cigarrillo, reuní el ánimo necesario y me dirigí hacia la iglesia.
Vi a varios grupos de personas reunidos ante la puerta. No sabía si dirigirme hacia alguno en concreto o esperar un poco apartado, entonces Sergio llamó mi atención.
—Gracias por avisarme —le dije mientras nos dábamos un abrazo. Sergio todavía ostentaba la categoría de “mi mejor amigo”, a pesar de que nos habíamos visto solo una o dos veces en tantos años. Tuvo el detalle de llamarme para darme la peor de las noticias. Pronto se unieron el resto de la pandilla, no faltaba ninguno, excepto Carla.
Se hizo el silencio, se detuvo el tiempo, nos inundó una gran pena, nos miramos con complicidad, empezamos a llorar, nos abrazamos en un inútil intento de consolación y juntos entramos en la iglesia, para esperar a Carla.
El recorrido del féretro hasta el altar se me hizo eterno. Pasaron muchos recuerdos por mi cabeza. Aunque, por un sentimiento de culpabilidad, solo me detuve en los momentos en los que pensé que había decepcionado a Carla; especialmente en el día que me marché y la abandoné. Tardé diez años en reencontrarme con mi primer amor, pero fue para darle un último adiós.
Al finalizar la ceremonia, me dispuse a dar el pésame a los familiares de Carla. La verdad es que yo lo sentía tanto como ellos, también había sido mi niña, aunque la abandonara sin saber muy bien el porqué. Me abracé a su madre y estuvimos llorando un buen rato, comprendí que ella también sentía mi dolor. Me dijo que no me sintiera culpable y me entregó un papel con el usuario y password de una cuenta de e-mail donde Carla me había estado dirigiendo mensajes de forma ficticia. «El último deseo de Carla», me dijo al entregármelo.
En el viaje de regreso, abrí el portátil y tecleé la dirección que me había dado su madre: teesperaresiempre@gmail.com. Carla había escrito un mensaje cada semana, a modo de diario. Se había perdido los últimos diez años de mi vida, pero me regaló los diez de la suya, en forma de relatos; y el último rezaba así:

Mi niño,
Te he recordado, echado de menos y seguido amando, durante todos estos años. Te he esperado hasta el último día, y te hubiera seguido esperando si esta terrible enfermedad no me hubiera ganado la batalla. Nunca perdí la esperanza de que volvieras a buscarme y ahora tengo el convencimiento de que el destino nos reencontrará en otra parte. Sería injusto que, después de tanto tiempo esperando, no llegara el momento de volver a verte, abrazarte y besarte. Allí te esperaré, ya sin prisa y sin tanta angustia, porque allí, cuando nos volvamos a encontrar, será para siempre.
Te quiero
Carla

Había llegado al alba y me marché con el ocaso, pero he regresado año tras año, por nuestro aniversario, para depositar en su sepulcro diez rosas, una por cada año que estuvimos separados. Ya falta menos para nuestro reencuentro.

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