Concurso de historias del Día de Muertos ZENDA (Noviembre 2017)
El enterrador, encontró los cráneos. Eran las seis de la
madrugada y los vio nada más cruzar la verja de entrada al cementerio. No le
hizo falta encender la linterna; las velas, repartidas en forma de cruz, hacían
que las calaveras parecieran en llamas. Aquella noche alguien había cruzado los
ancestrales muros de piedra del cementerio y había perturbado la paz de los
muertos.
El atestado de la policía judicial incluía una exhaustiva
explicación de los hechos: alguien había allanado el camposanto, profanado
varias tumbas, arrancado los cráneos a los esqueletos y los había repartido en
cuatro montones, de mayor a menor tamaño, y finalmente había colocado velas a
su alrededor formando una cruz. No existía, a priori, relación entre los
difuntos. El registro de nichos y
panteones les llevó hasta José, el jardinero, encontrado con
claros síntomas de embriaguez y dormido en el interior de uno de los panteones
profanados.
El día uno de noviembre me llamaron a media mañana
del Colegio de Abogados. Tenía que presentarme en comisaría. Asistí al
detenido, el jardinero del cementerio, único sospechoso y el último en haber
pisado el cementerio el día de la profanación. Le aconsejé que no declarara, lo trasladaron al
juzgado de guardia y, tras seguir mi consejo de no declarar, tampoco ante el
juez, éste último acordó la inspección ocular y reconstrucción de los hechos.
Nos trasladamos al cementerio, el juez, el secretario, el
detenido —custodiado por dos policías— y yo, el abogado en cuestión. Se
presumía que José había profanado seis nichos y tres panteones, había arrancado
doce cráneos a nueve esqueletizados difuntos y los había repartido en cuatro
montones. Las cuentas no salían. Posteriormente colocó cirios a su alrededor y
celebró su particular Halloween a base de alcohol de marca blanca del
supermercado. Se hizo un croquis de toda la escena, unas cuantas fotografías,
una nueva búsqueda, y seguían faltando tres esqueletos.
José no recordaba nada, la tarde anterior a
los autos había estado recortando los cipreses; en algún momento sintió un
fuerte golpe en la nuca y luego oscuridad. No recordaba haber comprado alcohol
ni haberlo ingerido. El informe
del médico
forense corroboró la lesión, pero no si el estado de embriaguez fue inducido.
Nos dejó con la duda y la posibilidad de que José se golpeara al caerse por la
borrachera.
José era natural de México, tenía treinta
años, mujer y dos hijos. Ningún antecedente penal ni policial. Ningún
expediente disciplinario en el Ayuntamiento, lo tenían por un buen empleado
municipal —cobraba poco y nunca se quejaba—. El enterrador, nunca lo había
visto ebrio.
La inspección ocular reveló una inscripción hecha con
la sangre del jardinero en una pared del panteón donde lo encontraron: «Esta
casa está bendita porque sí nos dieron comidita».
El juez, a pesar de mi recurso en contra, dictó
auto de prisión provisional, al menos hasta que cuadraran cráneos y esqueletos.
Sin saberlo, en realidad había firmado su sentencia de muerte. Dos funcionarios
de la prisión encontraron a José ahorcado en su celda.
Me consumía el enigma, la curiosidad por descubrir
qué había llevado a mi cliente a tan desesperado desenlace y cómo encajaba todo
con el ritual del cementerio. Abrí el expediente y, mientras leía, fui dibujando
un mapa mental, intentando relacionar los hechos de alguna forma. Nada. Busqué
varias veces algunos conceptos en Internet. Nada. Hasta que en lugar de
conceptos aislados introduje varios a la vez: cráneos, velas, cementerio… Y,
como una revelación, vinieron a mí algunos resultados con algo más de sentido.
Cliqué en la Wikipedia: Día de Muertos en México. Y lo comprendí todo.
Inmediatamente lo puse en conocimiento del juez.
José no había estado festejando el Día de
Muertos, en el que se utilizan cráneos como trofeos para mostrarlos durante los
rituales que simbolizan muerte y renacimiento. José había estado intentando
acompañar las almas de algunos muertos en el tránsito entre la vida y la
muerte. Los cuatro montones de calaveras, no
estaban ordenadas de menor a mayor tamaño, sino que estaban ordenadas según los
rumbos que la tradición mejicana daba a las almas de los difuntos: los muertos
relacionados con el agua, los muertos en combate, los muertos por muerte
natural y los niños muertos.
En la investigación se
identificaron tres tumbas pertenecientes a difuntos cuya causa de la muerte fue
el ahogo, tres pertenecientes a dos policías y un militar muertos en servicio,
dos por muerte natural y un bebé. Cómo obtuvo José la información, nunca se
supo. Pero seguían quedando tres calaveras sin identificar. La inscripción en
el panteón era la rima cantada que repetían los niños al celebrar el Día de
Muertos en México. Si les daban caramelos, se bendecía la casa, si no se los
daban, se maldecía.
Como sea que, según la tradición, las almas debían transitar
durante cuatro años por un camino difícil y tortuoso hasta llegar a su destino,
podía facilitarse el camino mediante la colocación de doce cirios. De esta
forma demostré al juez que las velas no formaban una cruz sino los cuatro
puntos cardinales y que el norte debía apuntar a algún lugar especial para
José, donde se hallaban las almas a acompañar. No fue difícil comprobar que el norte apuntaba hacía
la casa del jardinero. El juez, sin mucha fe, ordenó visitar su casa, no tanto
por mi descubrimiento sino porque aún no habían podido comunicar a la familia
la noticia del suicidio.
Era el día dos de noviembre, el que, según la
tradición del estado mejicano de Chiapas, las almas se marchaban. La primera
llamada al timbre no obtuvo respuesta. Después de tres intentos, los dos
policías optaron por forzar la puerta y entrar. Se llevaron una horrible
sorpresa, alguien dejó escapar un grito. Descubrieron los cuerpos sin vida de
la mujer e hijos de José. Estaban decapitados. En la pared, escrito en sangre,
y esta vez no era la de José, rezaba: «Esta casa está embrujada porque no nos
dieron nada».
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